No sé si será casualidad, pero, ante todo lo que está ocurriendo hoy en día, volví al primer personaje que amé en mi vida, Mafalda, la pequeña niña que, ante la situación de Vietnam en los años ‘60, decía que el mundo estaba enfermo. «Le duele el Asia», explicaba a su amiga Susanita.

Lo que me hizo repasar esa frase fue que representó un sentir que no pude exponer de otra forma. Yo me siento enferma hace demasiados años, y no porque tenga una condición médica, sino por algo social: me dolía Chile. Doctor, cómo le explico, es algo aquí, en el pecho, que a veces a una le cuesta respirar…

Nací en un país dominado por el clasismo, en el que tu origen determina tu vida. Un país donde la clase media es, realmente, pobre, y donde tu esfuerzo siempre será menos importante que tu apariencia y/o tu apellido. Por ello, el arribismo es un modo de vida y, con ello, las mentiras, la hipocresía y tantos otros métodos de supervivencia que, si bien no comparto, comprendo.

Chile era violento cuando lo dejé. Pero no de esa forma tan caricaturesca que idea el inconsciente primermundista sobre Latinoamérica. La violencia de Chile estaba en nuestra forma de relacionarnos. Nos levantábamos frustrados, nos vestíamos con falta de oportunidades, desayunábamos desigualdad y salíamos sin alma a trabajar. Si acaso te detenías un solo segundo a percibir lo que realmente estaba ocurriendo, la tensión te golpeaba en la cara, pero pocos lo hacíamos. Nos llamaban el país más estable de la región, por lo que era más fácil seguir esa mentira que aceptar la gran tensión que estábamos generando.

Lo que ocurrió a partir del 18 de octubre responde a eso. Muchos, como yo, lo llaman el despertar, porque fue, justamente, abrir los ojos; salir de la inercia y exigir lo básico que requiere cualquier vida: dignidad. Ni más ni menos: respeto, valoración, reconocimiento, una reivindicación del ser persona. Así nos llegó la pandemia.

Un ex letrero publicitario en el epicentro de las protestas en Santiago de Chile.

Como versa un reconocido bolero, dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón. Salir no hizo más que acrecentar el dolor, al ver que no era solo cosa de Chile, sino del mundo entero. Desigualdad, discriminación y pobreza hay en todas partes, y cada sociedad tiene sus propios mecanismos de negación, unos más sofisticados que otros. Desde lo alto, la prensa y la política los perpetúan con eufemismos, alimentando ese universo paralelo en el que existe la desaceleración, en vez de la crisis económica; la regulación de plantilla, en vez de los despidos; los daños colaterales, en vez de la pérdida de vidas humanas; y el abuso, en vez de la violación.

Por eso, lo que veo hoy en día me provoca mucho temor. Y no lo digo por el virus, sino por la forma en que respondemos (o no) a la inmensidad de situaciones y cambios que estamos enfrentando. La COVID-19 nos desnudó como sociedad, evidenciando todas aquellas cosas que estábamos queriendo ocultar. Solo en el caso de España, me puedo referir a lo absurdo de recortar fondos en Sanidad, lo abusivo de los precios de alquileres, la precariedad de las condiciones laborales de los jóvenes y la escasa protección social hacia las personas migrantes.

En este aspecto, el foco hoy apunta a las manifestaciones que semanas atrás se retomaron en Estados Unidos, pero los hashtags, las lindas palabras y buenas intenciones son inútiles si no somos capaces de reconocer que somos cómplices de aquello que criticamos, porque lo que ocurre no es por George Floyd, sino de años, décadas, siglos, de abusos y discriminación sistemática que provocaron su muerte y la de millones alrededor del mundo.

El movimiento Black Lives Matter no es nuevo. Se inició en 2013 por el caso de Trayvon Martin, de 17 años, asesinado de un disparo mientras caminaba en la vía pública. El asesino fue liberado por «actuar en defensa propia».

Ante eso, qué hipócrita es defender a las personas afrodescendientes de EE.UU. cuando Europa le cierra las fronteras a otras que huyen de guerras alimentadas por sus propios intereses. Qué hipócrita es acusar discriminación, cuando Europa inventa trabas para que los no-europeos puedan trabajar y ganarse la vida de forma honesta. Qué hipócrita es decir que las vidas negras importan cuando la grandeza económica de Europa se ha erigido en base al genocidio y la explotación de ellas y tantas otras, como las indígenas, de Latinoamérica.

Con esto, no pretendo que las actuales generaciones «paguen» por lo que hicieron sus antepasados, sino que sean resilientes y, sobre todo, ACTÚEN, en coherencia con lo que vende su discurso: oportunidades, justicia, tolerancia, inclusividad, libertad. Eso compramos quienes venimos desde lejos, por eso somos capaces de vivir con la mitad de nuestro corazón, porque la esperanza de una vida mejor nos hace soportar el dolor que implica estar lejos de lo que amamos.

Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre 2014 y 2019 han muerto alrededor de 20 mil personas intentando cruzar el Mediterráneo hacia costas europeas. SANTI PALACIOS (AP).

Sin embargo, cada vez que se habla de «el paqui», «el chino» o «los negruitos», cada vez que se dice «América» para referirse a Estados Unidos en vez del continente con más de 30 países diversos, siento que la herida se abre, porque quien habla no es cualquiera, sino una parte de la región que domina el presente de este planeta. Y cuando esa parte reduce al otro, invisibiliza; cuando yo me transformo en una sudaca o una india en vez de Daniela, dejo de existir.

Por otra parte, cada vez que se usa «gitano» como sinónimo de «ladrón», o cada vez que veo en Los Simpsons al fraudulento doctor Nick Riviera doblado con acento argentino, reforzamos ese orden de cosas en que el origen determina nuestro ser. ¿Hay cosa más injusta? ¿Con qué cara exigimos a alguien que sea parte de la solución si antes de saber su nombre y su historia le hemos transformado en parte del problema?

Por eso, con toda certeza, no le temo al coronavirus, sino al racismo, el clasismo, el consumismo, el capitalismo, el comunismo, el machismo y todas esas cosas que nos tienen envenenados creyendo que hay unos mejores que otros. Todas y todos tenemos alguno de esos síntomas, y ESA, señoras y señores, es nuestra verdadera pandemia.

3 comentarios

  1. Todos lo vemos en el ojo ajeno y lo cierto es que todos discriminados ,lo que pasa es que socialmente solo están a la luz unas cuantas y mucha gente solo se identifica con ella y se proclama iluminación adoro y Salvador cuando luego por este sesgo cognitivo peca discriminando y juzgando con causas de las qe no tiene conciencia
    Nadie se libre ,alguno en alguna montaña del Tíbet alejaron de toda fuente de información .
    Aquí es España no he conocido a ninguna persona que pueda dar un discurso coherente con sus actos ,llenan charlas de gente y son aplaudidos y luego curiosamente la causa del vecino la ridiculizan eso sí son feministas no homófobos y no racistas
    Fuera de los colectivos políticamente incorrectos ya se les ve cojear.
    En occidente imposible y en cualquier orfanizacion em la que se maneje dinero y poder menos ,se anteponen los beneficios individuales .
    Pocas personas que quieren ayudar y traer paz al mundo piden una compensación económica porque son conscietes de que que estarían influidos por el capital y que no puedes decidir que el dinero marque donde puedes o no ayudar porque pides la capacidad de decisión sobre ti mismo dejándolo en manos ajenas

    Para dar amor hay que tenerlo y si no lo tenemos de donde lo sacamos .
    Hayque crearlo
    Y eso se crea con el de al lado ,la cadena se forjaría sola
    Pero eso no lo hacemos ,es más fácil involucarse con causas ajenas

  2. El ejemplo perfecto del “no querer formar parte” de esta enfermedad eran Suecia y Finlandia… casualmente de los países más avanzados socialmente hablando tanto en educación como en calidad de vida, igualdad, con niveles de desempleo realmente bajos…. En definitiva comunidades avanzadas y ahora mira… obligadas a tener que elegir conmigo o sin mi.. a tu suerte. Este es el mundo donde vivimos.

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