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La Inteligencia Artificial (IA) está en nuestras vidas y complementa la inteligencia natural que los humanos hemos desarrollado a través de la cooperación.
Esta evolución tecnológica nos invita a reflexionar sobre el significado de nuestro propio desarrollo y el valor de la presencia.
La IA ha diluido la exclusividad de la información. Ahora podemos aprender, investigar y generar ideas sin límites geográficos. La IA domina tareas repetitivas y algorítmicas, lo que la hace incomparable a la hora de comparar y organizar el conocimiento acumulado por la humanidad.
Pero hay un aspecto que la IA no puede replicar: la compasión humana. La capacidad de identificar el sufrimiento o la dificultad de otras personas y responder con una voluntad genuina de ayudar, aliviar o acompañar con la intención de contribuir positivamente a su bienestar.
La compasión es un motor esencial para la construcción de relaciones profundas, la cohesión social y la creación de entornos donde todos se sientan cuidados y respetados. Es un recordatorio de nuestra interdependencia como seres humanos.
A diferencia de los humanos, la IA no experimenta errores involuntarios ni lapsus emocionales, porque carece de un inconsciente y de conciencia. Mientras que el cerebro humano combina experiencias, emociones e intuiciones, la IA procesa datos según algoritmos predefinidos. Esta falta de complejidad emocional la hace extraordinaria para analizar información con precisión, pero al mismo tiempo la desconecta de la esencia misma de la humanidad: la capacidad de sentir, equivocarnos y aprender de nuestros errores de manera genuina. Reconocer esta diferencia nos permite apreciar el valor único de nuestra imperfección como fuente de evolución.
La identidad humana se construye a través de la interacción con los demás. Tradicionalmente, esta interacción ocurría en entornos físicos, pero hoy muchos de nuestros “pares” son virtuales. Las redes sociales, las comunidades en línea y los entornos digitales se han convertido en espacios de conexión. Es necesario discernir entre relaciones significativas y simples conexiones.
El aislamiento y la individualización tecnológica son un riesgo real. Su antídoto está a nuestro alcance: las actividades comunitarias, los encuentros cara a cara y la construcción de espacios colectivos donde sentirnos conectados. En esta realidad híbrida, debemos aprender a combinar lo mejor de la tecnología con la presencia corporal, el contacto físico, los abrazos y la convivencia, que nos proporcionan una sensación de seguridad y pertenencia que ningún dispositivo puede reemplazar.
El futuro no solo depende de cómo evoluciona la IA, sino de cómo decidimos evolucionar nosotros mismos con compasión y lapsus.
Por JOAN QUINTANA, director del Instituto Relacional.