Hace unos años, había un niño que jugaba en la calle. ¿A qué jugaba? Pues a correr detrás de una pelota con sus amigos, esforzándose en meter un buen gol que le diera la victoria a su equipo de niños de Barcelona que pasaban las vacaciones, frente al equipo de los niños que vivían todo el año en el pueblo costero.

Su crecimiento racional seguía el camino de los libros de la escuela, de las lecciones de los maestros, de los ejercicios en casa y los consejos de sus padres. Su crecimiento emocional, iniciaba la construcción de un gran puente, para llegar a tiempo al increíble baile que la cercana adolescencia unían hormonas y sentimientos.

Un niño, que como muchos y muchas, poco a poco dejaba de serlo. Le esperaban experiencias cargadas de emociones que le pondrían en contacto con el compañerismo, la amistad, la competitividad, la cooperación, la alegría, los enfados, la libertad, el enamoramiento, la sexualidad. Piezas claves para crear puentes, que le adaptasen a la vida y le llevaran a ser adulto.

Pero esta construcción del puente, se quebró de golpe. Esa misma tarde, mientras corría detrás de la pelota, sus padres le llamaron, se tuvo que vestir de adulto, y empezó a trabajar en una conocida heladería del pueblo de la costa donde pasaba sus vacaciones.

¿Que ocurrió con los puentes?

Desde la psicología nos dirán que se hizo un paso de la infancia a lo pseudo adulto en muy poco tiempo, en días. La necesidad de adaptarse al mundo de los adultos, percibido como desconocido y exigente, hizo que lo racional adquiriera mucha fuerza para sobrevivir; dejando a medias la construcción de los puentes emocionales. Con el paso del tiempo la gestión de las emociones en construcción, que ayudan a relacionarse desde el amor, desde la estima, desde el respeto, desde la cooperación y desde la confianza no estaban aún interiorizadas, ni preparadas para ponerse en práctica en los nuevos y exigentes espacios vitales.

El niño, ahora ya un adulto se inventó una burbuja entre la razón y las emociones para escapar y protegerse, interpretando personajes para sobrevivir. Personajes donde ya no era él mismo, porque ni se conocía ni entendía lo que sentía. El niño y sus emociones,  vivían en dos mundos paralelos que pocas veces se encontraban.

Esta historia, sin ser traumática, nos muestra la importancia de los puentes emocionales para crecer con equilibrio entre lo que sentimos, lo que pensamos y lo que hacemos. Actualmente lo racional es muy poderoso y la conexión con lo emocional en muchos casos se debilita o incluso se frena. La sociedad con sus modelos que nos rigen, así lo dicta, aún no siendo lo deseable, ya que lo racional sin lo emocional no es equilibrio.

Este modelo social arrastra a los entornos educativos en nuestros colegios, cada vez más racionales y donde memorizar se premia, mientras se reducen los espacios de convivencia para mostrarse y acercarse a los otros. Así se configuran nuevos espacios lúdicos, en los que prima lo individual, conectados a juegos y redes sociales;  vía tablets informáticas o móviles de última generación. Creyendo que la individualidad es un valor infinito y super poderoso. Estos espacios individuales, bloquean las emociones, que se expresan con dificultad, siendo mal interpretadas o peor aún, silenciadas para siempre.

Nuevos sistemas educativos se han dado cuenta, y generan nuevos procedimientos donde lo racional y lo emocional conviven, y se dan las capacidades suficientes para crear los puentes para que las emociones transiten, y permitan un futuro equilibrio vital. Pero aun así, deben luchar con adolescentes encerrados en su mundo, donde juegos de ordenadores, redes sociales y miles de mensaje configuran unas bases muy débiles para crear los puentes que necesitan.

Pero hay esperanza, gracias a miles de momentos cargados de ilusión que podemos encontrar en cualquier rincón donde vivimos, y tejiendo invisibles puentes emocionales, conectamos con ellos.

Tarde del final de este verano, en una de las plazas de Barcelona, donde los ciudadanos son libres, para convivir con sus vecinos. Plaza donde se vuelve a correr detrás de una pelota, se habla, se lee, se toma un refresco, se saborea un helado, se ríe, se cuentas historias y se comenta la vida. Tarde donde el Mediterráneo lo inunda todo, con el color azul del cielo, el olor del mar en el aire y el calor del sol que empieza a despedirse hasta el próximo día.

En esta plaza, llegan una madre y su hija de seis años, y buscan una farola. Sacan una cuerda de saltar, atándola por un extremo, mientras por el otro la madre la sujeta, para empezar una danza de giros, que permiten a la niña iniciar saltos y acrobacias llenas de energía. Poco a poco, se convierten en el centro de atención de toda la plaza, mientras un suave silencio la inunda, escuchándose solo el clack, clack de la cuerda al rozar el suelo, y una suave melodía de una canción que acompaña los saltos (un i dos la carrantxa, un i dos a peu coixet).

Las golondrinas en plena faena de caza, vuelan muy cerca y miran la escena sonriendo mientras driblan la gravedad. Una sonrisa de golondrina, que se va transmitiendo a muchas persona que están en la plaza. Dos niñas piden entrar en el turno de saltos, una madre se acerca y coge el extremo agarrado a la farola, y dar así más brío al giro de la cuerda, mirando con complicidad a la otra madre, que le sonríe con asentimiento. Al momento tres niñas más entran en el juego, y dos niños miran con asombro y diversión. Otras madres recuerdan las mismas emociones de cuando eran niñas en el patio del colegio y, se acercan creando un corro íntimo, donde puentes invisibles las unen a lo que sentían de pequeñas. Y una abuela sentada con su hija comenta en voz llena de entusiasmo que ella también jugaba.

Mientras, la canción que acompaña el giro de la cuerda y los saltos de los niños y niñas que hacen cola, suena con más ritmo (un i dos la mà enlaire, un i dos bras en creu, un i dos mitja volta….). La plaza sonríe, sonríen los niños y niñas que saltan, sonríen las madres que hacen voltear la cuerda, sonríen las que miran y cantan, sonríen los padres que alucinan, sonríe el camarero que aprovecha para descansar ….. y puentes invisibles de emociones se construyen entre todos los que ocupan la plaza mientras sienten y conviven.

Érase un vez un niño, que sentía que las emociones están para vivirlas y crecer con ellas.

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