En abril de 2015, con motivo de la conmemoración del Día internacional del pueblo gitano, la Fundación Secretariado Gitano lanzó una campaña que buscaba concientizar sobre el uso del lenguaje. #YoNoSoyTrapacero interpelaba a la Real Academia Española por perpetuar en el idioma castellano un estigma de este pueblo que, durante siglos, ha sido perseguido y discriminado por la sociedad española.

Aunque el video dio que hablar, la máxima entidad lingüística del habla hispana sigue difundiendo que ser gitano es ser trapacero, es decir, actuar con astucias, falsedades y mentiras para engañar a alguien. El argumento fue que ellos no son responsables de ese uso y que se limitan a reproducir lo que habla la gente en la calle.

Otra acción similar nació en Uruguay, cuando diversos colectivos culturales, sociales y deportivos se unieron para exigir la eliminación de conceptos racistas contra las personas negras. La respuesta fue la misma e, incluso, vino cargada de crítica de algunos sectores que, a pesar de las miles de firmas de apoyo, bajaron el perfil a esta solicitud, tratándola como algo anecdótico.

Somos como nos narramos / Somos como nos narran

La lengua determina nuestra realidad. Lo que se nombra adquiere valor, pues mediante la palabra lo incorporamos a nuestro mundo, lo reconocemos. Lo que se nombra cobra vida, por lo que la forma en que lo hacemos es vital para definir nuestra forma de pensar, ver y ser. Asimismo, el no hacerlo, el obviar cosas, personas y/o situaciones, genera una invisibilización automática y, querámoslo o no, esa es una forma de violencia.

Es el caso de la lucha feminista que, hablando de violencia de género, ha logrado evidenciar una serie de crímenes existentes en la sociedad cuyo denominador común es el machismo y la misoginia. Solo así, ha podido dar voz a las víctimas y crear conciencia sobre este tipo de violencia que no solo ataca a las personas por su sexo femenino, sino también por ser LGTBIQ. De allí nació la preocupación por la carga sexista del lenguaje que, en el castellano, se representa, por ejemplo, en el uso de plurales masculinos para englobar a grupos diversos.

A veces, los problemas surgen a partir de la falta de conocimientos. En el ámbito cultural y geopolítico, podemos encontrar varios ejemplos que resultan en etiquetas y simplificaciones difíciles de deshacer, como decirle árabe a quien practica la religión islámica (reduciendo el impacto de la religión a una sola cultura y obviar el hecho de que muchos árabes son cristianos), llamar china a una persona de ojos rasgados (¿dónde quedan las Coreas, Japón, Tailandia, Vietnam o Filipinas?), catalogar como africana a una persona por el solo hecho de ser negra (pasando por alto que, debido a los siglos de esclavitud y las actuales migraciones, hay personas negras que nacen en muchos países alrededor del mundo) o llamar americanas a las personas de Estados Unidos (sin darnos cuenta que estamos colaborando en la intensificación de un discurso monopolizador que intenta definir un continente completo bajo las características de un solo país).

Muy común entre quienes vivimos en Barcelona es ir al paki o ir al chino, cuando, en verdad, queremos referirnos al supermercat o a la botiga. ¿Cuántas veces al día estereotipamos y estigmatizamos a quienes están detrás del mostrador?

También está la discriminación que nace de la incomodidad, pero ese afán por no quedar mal termina siendo igual de nocivo que una intención agresiva. Ejemplos de esto lo viven mucho las personas con discapacidad, que día a día se enfrentan a que les traten con condescendencia o lástima. Los egos paternalistas/maternalistas impiden verlo, pero solo es cosa de prestar atención para entender que la discapacidad, finalmente, es de quienes no consiguen entender que, como bien lo explica el vídeo de Exit21!, normales somos todas y todos.

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