La vida es una sala de espera. En las paredes de los ambulatorios de atención primaria hay carteles que rezan «La hora de citación es orientativa, cada paciente requiere un tiempo que no es posible calcular». La vida es lo mismo y, por cierto, no puede ser casualidad que en la sanidad privada se llamen «enfermos» y en la pública «pacientes».
Esperar, del latín spērāre , forma verbal de spes, esperanza. En todos los análisis etimológicos, esperanza se relaciona con confianza; «confiar que algo ocurrirá o que alguien vendrá». Si fuera tan sencillo como confiar o no confiar…
Siempre estamos esperando. Que deje de llover, que llegue alguien, que sea Navidad, que acabe de una vez la Navidad, que se recupere la economía, que baje el paro, que nos suban el sueldo, que se jubile el director general, que alguien responda, que alguien vuelva, que alguien nunca vuelva, que se den cuenta (los demás) de cuánto valgo, o de cuánto les quiero, que me vean, me tengan en cuenta, me incluyan, esperando ser tenidos en cuenta.
Esperamos, desde el deseo, lo que queremos que llegue. Esperamos respuestas, banales para otros, pero importantes para nosotros. Esperamos que alguien reaccione ante nuestra broma, pequeño chiste de Whatsapp o foto enviada. Esperamos un «¡estás muy guapa!», un «¡qué interesante el artículo!» o un «¡qué te vaya bien en tu proyecto! Buscamos la validación a lo que pensamos y sentimos: «no me extraña que te hayas enfadado», «normal que no quieras ir allí, yo tampoco hubiera ido», o «ese es el trabajo de tu vida, acéptalo ya». Esperamos. Siempre.
En un plano distinto, esperamos que los otros hagan lo que nosotros haríamos. Decía Santo Tomás: «Haz con otros lo que quisieras que hicieran contigo». Y decía Bernard Shawn: «antes pregúntales si sus gustos coinciden con los tuyos». Por eso un padre lleva a un nieto a escuchar la Novena de Beethoven, o un hijo lleva a un padre a la final de fútbol de su equipo, ambos queriendo ser acompañados en lo que les gusta, queriendo tener un testigo de un momento que (para ellos) es vital, ambos ofreciendo lo que uno quiere ofrecer, no quizás el plan que el otro quiere recibir o necesita hacer o disfruta haciendo.
Esperamos cada día que nos vean, nos observen, se den cuenta de cómo estamos y sentimos mientras, atrapados en la contradicción humana, nos esforzamos por pasar desapercibidos y por que nadie sepa qué pasa dentro de uno. Dejarse ver, dejar al aire las propias necesidades, nos hace sentir vulnerables, así que las escondemos de mil modos sutiles, pero esperamos, incluso exigimos al otro que las vea y las comprenda, aunque no siempre permitimos que sea así. Observen la contradicción:
–¿No ves que me encuentro mal y necesito descansar? –le reprochamos a la pareja mientras nos hacemos los fuertes y seguimos el ritmo de cada día.
–¿No te das cuenta de que estoy triste y necesito mimos? –pero llevamos varios días ocultando la tristeza tras una actividad frenética.
–¡Parece mentira que no veas que no puedo más! –cuando llevo semanas pudiendo con todo, y con más.
–¿Por qué insistes? A mí no me pasa nada, déjame en paz –aunque llevo tiempo mostrando que estoy pasando por un mal momento y necesito mucho caso y cariño.
Esperamos, pues, que ocurran cosas mientras nos ocupamos intensamente de que no ocurran.
Las esperas más duras son en relación con la vida, con la muerte y con el amor. Esperar que alguien viva o muera o siga en situación de final hasta que nosotros nos hayamos hecho a la idea de que morirá. Una misma situación se lee en clave de vida o muerte en función del lector. Los médicos dicen «hay que esperar», pero no dicen qué. Y con eso, cada cual espera en función de sus deseos, su situación vital, su historia o su fortaleza emocional.
No espera igual quien tiene vínculos de dependencia. No espera igual quien no puede soportar un determinado desenlace. No es la misma espera la del que tiene alternativas y opciones, que la de quien siente que pierde todo lo que tiene. No es igual esperar cuando sabemos que quedan cosas por resolver, conversaciones pendientes. No se espera de la misma forma con y sin deudas o perdón, con agradecimiento que con reproche.
Esperar también (y sobre todo) tiene que ver con reconocer a otros y respetar su proceso. Cantaba Sabina: «Solo puedo pedirte que me esperes al otro lado de la nube negra». Con esto dejamos que los otros sigan donde están, sin empujarles a salir de allí a un ritmo forzado. A menudo decimos cosas como «no estés triste, va, anímate» y eso está muy lejos de esperar a que otros terminen su propio proceso al ritmo que necesite. En realidad, está más cerca de que yo no quiero que tú estés así. Mejor será que nosotros simplemente, a una distancia elegante, los esperemos con cariño, les demos el derecho a estar como están, y el respeto necesario hasta que salgan de su nube negra.
Esperar tiene un sentido de futuro, cuando uno mira hacia adelante y se ve caminando con algunas personas, conservando unos afectos y renunciando a otros, construyendo un mañana en el que unos están y otros quizá no. Espero porque sé que estaremos, pase lo que pase por medio, estaremos y caminaremos juntos otra vez, más adelante, en otro momento quizá. El valor de saber que los destinos están conectados y que habrá más, habrá un mañana. Y allí te espero, amiga, amigo, hermano, compañero, socia, hijo mío, hermana. No tengo claro dónde ni cuándo, pero sé que esperarte valdrá la pena. Porque quizá ahora no es, pero sé que será en algún momento.
Esperar requiere de la capacidad de esperar lo no esperado para poder recibirlo. Lo in-esperado nos trastocaría mucho menos si supiéramos darle un espacio en nuestra estrecha vida ultraplanificada y prevista. Que levante la mano la mente marciana que incorpora en su pensamiento diario la capacidad de contemplar lo inesperado como variable posible.
Esperamos la vida y nunca esperamos la muerte. Esperamos el encuentro y nunca esperamos la ruptura. Esperamos la decisión y no nos preparamos para la renuncia que traerá. Esperamos todo y no queremos prescindir de nada. Esperamos que todos hagan o digan o sientan, mientras nos resistimos a hacer, decir o sentir.
Esperar siempre lo mejor, prepararse para lo peor, dice mi madre.
Comprender que la expectativa es tuya, no del otro. Cómo coloca y asienta la relación con los demás tomar conciencia de cuál es tu espera y que no es del otro. Al que nada espera, todo le llega envuelto en agradecimiento. Todo está bien.
Y, sin embargo, los acontecimientos más importantes de nuestra vida casi nunca son esperados. Se trata de cosas que ocurren, casualidades o, mejor aún, causalidades. «Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande, y eso que las he tenido de muchas clases. Sí. Podría unir mi vida uniendo casualidades», decía Robert de Niro como protagonista de Érase una vez en América.
Hace poco leí que el botón más pulsado en los ascensores, estadísticamente, es el de «cerrar puertas». Si no podemos esperar que se cierre la puerta de un ascensor, ¿cómo vamos a esperar nada razonable de los que nos rodean? ¿Cómo vamos a vivir estas esperas que tan vagamente tienen que ver con el tiempo?
Esperar no tiene que ver solo con los demás, sino, sobre todo, con uno mismo. Sin más. El qué, el porqué y cuándo de la espera están en ti, no en los otros. A partir de ahí, puedes gestionarlo.
Pues eso, «espero que disfrutes de la decepción»*.
(*) De la película Crepúsculo.
Responsable de l’Institut Relacional International Services | Responsable del Instituto Relacional International Services