¿Qué significa educar? ¿Cómo sabemos, como padres, que lo estamos haciendo bien? ¿Hay, actualmente, algunos valores claros a transmitir? ¿En qué debemos basar la educación de nuestros hijos?

Como padres, todos nos hemos hecho, un montón de veces, preguntas similares. Vivimos en una época en la que parece que impera el relativismo, la inmediatez, lo fácil y lo rápido. Así, transmitir valores tales como el esfuerzo continuado se ha convertido en un reto.

Durante muchos años he trabajado y trabajo con familias, niños y adolescentes. He visto muchas que superan las crisis que van afrontando a lo largo de su vida con éxito, y otras que no. He visto muchos niños felices, con un buen autoconcepto de ellos mismos, y otros que no. Niños y adolescentes que abandonan lo que se han propuesto delante de la más pequeña dificultad y otros, muy luchadores, que lo consiguen. Siempre me ha interesado averiguar dónde se esconde la clave del éxito.

De la misma forma que aprendemos a andar, a masticar, a hablar, también hace falta hacer el proceso de convertirnos en personas autónomas, responsables y libres. En personas responsables de sus actos, que no intenten justificar su conducta dando las culpas a otros, y libres para tomar decisiones. En definitiva, personas capaces de gestionar su vida emocional.

Educar es acompañar; estar al lado de nuestros hijos y, poco a poco, ir haciéndoles sentir autónomos. De pequeños, todos hemos necesitado que tuvieran total cura de nosotros. De hecho, sin alguien que nos hubiera alimentado, limpiado y abrazado, no habríamos podido sobrevivir. Lentamente, pero, si nuestro proceso de crecimiento es correcto, deberemos aprender a alimentarnos, limpiarnos y abrazar a los otros nosotros mismos.

Todos los niños, desde bien pequeños, saben ganar, tener reconocimiento, tener cosas, merecer un premio, vivir un gozo, empezar una cosa y conseguir lo que quieren al momento. Hace falta que, con nuestra ayuda, aprendan también a perder, a prescindir, a ser ignorados, a merecer un castigo, a tener que esperar, a reconocer el error, a pasar pena y a terminar las cosas.

Hasta los tres años es necesario ayudarlos a ser autónomos físicamente: que aprendan a andar, a comer, etc. Después -y cada vez más temprano- entramos en la dura tapa de ser padres; deberemos educar, poner límites, y ser fuertes y aguantar pataletas delante de un “no”. Esta etapa será más o menos dura en función del temperamento del niño, de las circunstancias que nos rodean y de si educamos solos o en pareja.

Entorno a los seis y siete años, el niño pasará a diferenciar la fantasía de la realidad. Dará el paso de niño pequeño a niño mayor y aquí empezará otra etapa como padres. Tendremos que ayudarles a lograr unos hábitos de trabajo y de higiene, y favorecer sus relaciones con otros niños. Tendremos que ayudarles a aprender a trabajar, a jugar y a compartir.

Hacer de padres es el arte de combinar dos funciones: la función nutritiva que ejercemos cuando ofrecemos, aceptamos y damos, y la función restrictiva que ejercemos cuando ponemos límites, normas y sancionamos. Evidentemente, todos nos sentimos mejor con la primera, mientras que la función restrictiva es cansada y pesada. A pesar de esto, es el arte de combinar dos grandes funciones parentales lo que dará equilibrio a un niño. Es lo que permitirá que un individuo se convierta en persona.

“Solo hay dos legados duraderos que podemos abrigar. La esperanza de dejar a nuestros hijos; uno las raíces, y el otro, las alas.” Holding Carter

Para dejar este legado a nuestros hijos hacen falta dos ingredientes básicos: disciplina y mucho amor.

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